El tráfico contractual de hoy en día es en serie mediante actos en masa, realizados en forma repetitiva y sucesiva.
La desindividualización sufrida por el contrato es paralela a la producción en masa, que permite a los suministradores de bienes y servicios dictar sus propias condiciones contractuales. Su potencia económica sitúa al consumidor (contratante débil), en el mejor de los casos, en una posición sometida que se circunscribe a contratar o dejar de contratar.
Ante ello, los Ordenamientos jurídicos se han visto obligados a reaccionar ya sea con ocasión de la renovación del Código Civil o ya mediante la promulgación de leyes especiales dirigidas a proteger al contratante débil.
Al propio tiempo, la legislación administrativa ha impuesto una serie innumerable de controles y requisitos a determinados suministradores de bienes y servicios.
Como regla general, tales supuestos contractuales son enfocados por las disposiciones legislativas aludidas y por la jurisprudencia como casos en los que la posición del contratante fuerte debe ser reconducida a sus justos términos. Se mitiga su posición dominante y se atiende, por el contrario, a velar por los intereses de los económicamente débiles, por entender que su posición contractual es realmente subordinada, pese al principio dogmático de igualdad de las partes contratantes.